Domingo de luz – Crónicas 2014
Quien te habla, Madre, puede asegurar que no recuerda un Domingo en el que, al mirar hacia atrás, te viera de cerca, oliera tus flores, escuchara tus rosarios. En la calle no sé quién eres, No te conozco, no sé cómo andas, cómo te mueves, cómo rezas. Pero tú eres tú, y te has propuesto estos años atrás desordenar mis recuerdos. Tantos años contigo, todos iguales pero diferentes. Pensé que siempre te vería de lejos, a través de un mar de capirotes negros, que nunca te alcanzaría. Pero eres así, Rosario, y tan sólo tuve que esperar.
Amaneció despacio, con un tímido sol que hacía varios años que no veíamos por el Domingo de Palmas. Y yo me levanté cansada por una Cuaresma intensa, pero dicen que sarna con gusto no pica, ¿no? Y así fue como me dirigí a misa, con el cansancio acumulado y la ilusión en los ojos de la misma niña que, desde pequeña, sueña con este día todo el año. Permanecí en tu capilla toda la mañana, esperando así que entre ramos, ofrendas y abrazos de ánimo pasaría más rápido la mañana. Cuando me quise dar cuenta, la iglesia estaba ya cerrada y me encontraba rezándote la Salve. Nunca te canté con más ganas. Salí al medio día de allí, y sin acabar de comer, ya estaba con la túnica puesta y apretándome el cíngulo, ¿habrá mejor postre que ese para un nazareno?
No acababan de ser las 4 cuando ya había llegado, siempre por el camino más corto, al patio de mi colegio. Como de costumbre fui a verte a la capilla, así me lo enseñaste, me llamas antes de salir. Al ser más temprano había menos hermanos, y contigo a solas me hallé en el silencio. Más madre, más niña, más humana. Y no te rezo, ahí no te rezo madre, ahí no te recito oraciones que ya te sabes de memoria. Ahí te miro, me miras fijamente y se me coge un nudo en la garganta. Memorizo cada gesto, cada lágrima, cada curva de tu cara, y la guardo en mí, como una estampita que guardas en la cartera y que yo la guardo en mi memoria para que dure el resto del año. Allí contigo me quedé hasta que rezamos el rosario, estrenando tradición, y es que no hay mejor forma de empezar la tarde que con una oración que lleve tu nombre. Salí un momento al patio, para la oración preparatoria y volví contigo a la capilla a comenzar mi estación de penitencia, que este año empezaría desde allí y no desde el patio.
Parecía en la capilla una extranjera. Vestía mi túnica y antifaz de siempre, mismos zapatos, mismo rosario y mismo cíngulo. Pero todo era distinto. No había presenciado jamás la salida de la cofradía desde dentro. Vi cómo entraban en tu capilla los primeros rayos de luz, pasadas las 17,15 horas de la tarde y cómo salía la cruz de guía. Vi cómo le seguían los pequeños de la hermandad, jugando con sus varitas, y cómo iban desfilando poco a poco los hermanos en Cristo, en filas de dos, mientras el Señor se levantaba y se iba acercando despacio a la puerta. Pellizcadme que aún no me lo creo. El año pasado me regalaste que viera la entrada de tu hijo en la Capilla, madre. Este año quisiste que le viera salir. Y en un lateral de la iglesia permanecía, en silencio, hasta que salió el Señor, que este año oraba en el huerto sin apóstoles, pero con más vida que nunca en el olivo.
Por fin llegó mi hora, me puse mi antifaz y, junto con mis hermanos que casi son ya familia, nos dirigimos a la calle. Tu detrás, siempre detrás supervisando nuestros pasos, tan presumida, haciéndote de rogar. Y así comenzaron a sonar tus rosarios, y las indicaciones del capataz, y el sonido de las zapatillas arrastrando. Miraba hacia atrás pensando que era imposible que saliera por esa puerta, la misma que tantas veces había imaginado y no creía nunca que viera en directo. Pero allí estaba yo, comprobando que a ti no hay obstáculo que se te resista, y saliste airosa, meciéndote al son del himno. No me pude sentir más afortunada, al verte salir y, para más asombro, al darme la vuelta, con quien me encontré entre la multitud. Eso sí que no me lo esperaba madre, te propusiste emocionarme y lo conseguiste.
En la calle, nada en ti es igual, te transforma la luz. Eres tú, pero no te reconozco. No digo que irradies luz, pero todo a tu paso se ve diferente. Calle Mairena, Almazara, Padre Flores. Sólo quería que la cofradía hiciera una pausa, aunque fuera pequeña, y darme la vuelta y ver cómo te mecen los costaleros, cómo te comportas. Y es que no hay mejor estación de penitencia que ir andando al son de tus rosarios, escuchando tus campanitas, oliendo tu incienso y disfrutando tus marchas.
Poco a poco fue pasando a la tarde, y llegamos al asilo. Llegaste al ritmo de la marcha Azul y Plata, y es que ciertamente tu palio parecía terciopelo azul, al transparentarse el color del cielo cuando anochecía. No pude evitar sentirme nerviosa pero a la vez con curiosidad. Allí comprobé porqué se agolpa la gente para verte en aquel sitio. Nunca imaginé una forma más bonita de rezar hasta que vi cómo te mecías, como los abuelos y las hermanas te rezaban la salve, como te cantaban el Ave María. Jamás vi una forma de rezar más auténtica y sincera que aquella. Con el corazón encogido seguí mi camino, con ella siempre detrás, intentando retrasarme para darme la vuelta y verte con esa forma tan tuya de andar.
Ya en la calle Mairena, de vuelta, pesaban las horas, el cansancio y el calor. Pero, ¿qué importaba? Después de dos años estábamos en la calle, y aguantaba mucho rato más con tal de poder seguir conociéndote en esa faceta tuya, tan nueva para mí. En la entrada nos encontramos con una callejuela a oscuras. Conforme ibas avanzando, iban lloviendo pétalos de todos colores. Flores que habían preparado el Grupo Joven por ti y para ti, hasta que la malla de tu palio fuera un manto de diferentes flores.
Llegó la hora de la entrada, pero yo no tenía pena ninguna. Te propusiste asombrarme y lo conseguiste. Te propusiste que disfrutara, y así fue. No estaba cansada, ni apenada. Te miraba y no me cansaba de verte. No me lo creía, pero me podía acostumbrar a aquella sensación de tenerte tan cerca. No puedo tener más suerte que acompañarte, y sólo puedo darte las gracias por el regalo que me hiciste. Después de un año trabajando, esperando que llegara este día, con la gran familia que ahí he encontrado, y poder disfrutarlo de esta manera no tiene precio. Me basta y me sobra este recuerdo para aguantar y esperar otro año a verte a través de mi antifaz. Rosario, no creas que de esto me voy a olvidar tan fácilmente.
No sé si quedarme con la alegría de tu andar con Campanilleros, o la sobriedad de Margot. No sé si quedarme con la Salve íntima de la mañana, o el rezo de los costaleros dentro de la iglesia antes del último toque del llamador. No sé si quedarme con tu imagen de día irradiando luz, o por la noche, a oscuras. Tantas cosas en la memoria, que si me pides que escoja una, no sabría qué contestar.
Ana Torreño Salvador
Nazarena de María Santísima del Rosario